El ser humano es un ser finito. Se nos dice desde los comienzos de nuestra vida escolar, que los humanos, como seres vivos que somos: nacemos, crecemos, nos reproducimos y morimos. Nos reproducimos y morimos. Nos angustia la muerte y la sobrellevamos con la fusión con el otro, con la sexualidad.
Hace miles de años, a ciertas
células, se les ocurrió la maravillosa idea de unirse para adaptarse eficazmente a los entornos y
mantener una vida en común, con el objetivo final de la supervivencia. En ese
momento dejamos de ser asexuales e inmortales. Superamos el mundo de la
clonación y la inmortalidad y elegimos mantener relaciones eróticas, para
incrementar nuestra complejidad y sofisticación como especie. Cada uno de nosotros se convirtió en un
ser único, irremplazable pero mortal. El sexo nos ha vuelto mortales.
Morimos porque un día decidimos mudarnos a seres que se reproducirían por
meiosis, abandonando la clonación, necesitando gametos masculinos y femeninos para
crear un ser nuevo, único pero igual de mortal.
La clonación era la que nos hubiera
otorgado el estatus de inmortales. Un ser que se clona a sí mismo
sobrevive indefinidamente, se crea de
nuevo, es autosuficiente, arcaico e inmortal. Sin embargo pagará el peso de la
simpleza. Nosotros somos sexuados y
complejos y la dote que pagamos a cambio es nacer aprendiendo a aceptar que
vamos a morir. Un aprendizaje que se hace más dulce, gracias a que podemos
fusionarnos con otros seres en sesiones de erotismo y “pequeñas muertes”.
Por lo que, desde el inicio de
nuestra existencia, la sexualidad y la muerte han ido de la
mano. No en vano, en Francia, al orgasmo de la mujer y de algunos hombres se le
conoce como la “petite mort”,
pequeña muerte. Esta sucede cuando justo en el orgasmo y segundos después, uno siente una pérdida de conciencia y queda
totalmente extasiado, una primorosa inexistencia efímera, donde parece costar
volver al cuerpo. En este estado, al que no todos pueden llegar y que se
identifica más con el sexo femenino, parece que sexo y muerte se entrelazan, se
rozan y se sienten como uno. Morimos un poco en cada orgasmo. El orgasmo nos
acerca, por unos instantes, a la visualización inexorable de nuestro futuro inconsciente.
La fusión con el otro nos devuelve las ganas de vivir, de estar
despiertos, de sentir plenamente, podemos huir por momentos de la carrera hacia
el fin. La fusión sexual nos da vida, nos hace olvidar que somos finitos. El
amor y el erotismo son nuestras armas contra la mortalidad, funcionando como
una pastilla placebo que provoca el olvido momentáneo de quiénes somos y de
cuánto podemos llegar a durar conscientes en este mundo.
No obstante, puede que donde más
ganas de vivir se experimente, sea en los lugares donde la muerte está más
cercana o presente, en los tanatorios. La
visión de una muerte real, nos conduce a querer seguir viviendo y será a través
de la sexualidad donde deseemos experimentar que aun estamos vivos, que aun nos
emocionamos. Al salir de un tanatorio,
sentimos la imperiosa necesidad de festejar la vida y lo manifestamos al llegar
a casa y fusionarnos eróticamente con el otro.
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