Leer al sociólogo y filósofo Zygmunt Bauman, en obras como “Amor líquido” o “Sobre la educación en un mundo líquido”, es, desde mi punto de vista, vislumbrar una mirada taciturna, una añoranza de lo sólido. La contraposición entre líquido y sólido, es el antagonismo entre las instituciones asentadas y la fragilidad de la verdad. Entre la estabilidad y la inseguridad, entre las relaciones humanas y las conexiones humanas. Ante lo líquido, todo se desmenuza, se parcela, se descompone; la Episteme deja paso a la Doxa, el conocimiento se rinde a la mera opinión, a los eslóganes poco madurados pero fáciles de subsumir. Todos tenemos razón y nadie tiene razón, el “todo vale” se asienta como la única verdad incontestable.
Bauman achaca esta liquidez a los sistemas basados en el individualismo,
en el miedo y en el frio pragmatismo, adjetivos que entroncan con el llamado neoliberalismo. Un sistema basado en el
mercado, para el mercado y por el mercado, donde lo único que importa es crecer
al menos un 3% más que en el balance anterior. Las personas consumen y son
consumidas; la velocidad no deja tiempo a la madurez. Somos hambre, un hambre
incansable que no degusta, sino que devora. Una sociedad de consumo, que como
afirma Alba Rico en su libro “Capitalismo y nihilismo: dialéctica del
hambre y la mirada”, es una sociedad de destrucción generalizada, donde no
hay diferencia entre lo admirable y lo
banal, entre lo bello y lo feo, entre la verdad y la mentira. Desde este ángulo
todo se convierte en una nada hambrienta que nos encamina a la destrucción.
La posmodernidad se alinea con el neoliberalismo. La posmodernidad
le brinda la relativización de la verdad, el “todo vale”. La Razón deja paso a
la emoción, a los populismos, la doxa; todo se deconstruye, deslizándonos, paradójicamente,
hacia un determinismo social basado en el construccionismo social y en el
paradigma constructivista. Desde esta mirada, ontológicamente, la realidad es
construida, no hay nada ahí fuera, todo está dentro de nosotros, todo es
subjetivo. Epistemológicamente, no hay conocimiento ahí fuera, está dentro de
nosotros, nosotros lo construimos, bien sea individualmente (Constructivismo) o
bien socialmente (Construccionismo social). No hay Universales donde
agarrarnos, pues todo es líquido, esponjoso, moldeable. Todo es “psicologicismo”.
La posmodernidad se alinea con el neoliberalismo. No hay verdad,
solo mercado. El nuevo ser humano se despersonaliza, pierde sus referentes,
vaga sin gravedad en un espacio líquido, donde las cosas pierden el
significado, pues son solo consumibles. Hablar hoy de Universales parece cosa
del pasado, de personas encerradas en monasterios; escolásticos trasnochados.
Pero sin Universales donde asentarnos, somos globos de helio que subimos hacia
la nada, para más tarde caer desinflados hacia lo existente, un existente que
ya no reconocemos.
Un Universal, es una idea general
que no desaparece. Yo moriré pero esa idea general permanecerá anclada a
nuestra humanidad, no de manera monolítica, sino revisable, modificable como se
modifican las montañas con el paso del tiempo, pero manteniendo su esencia de “montañedad”.
Un Universal, es aquello que afecta a
todos los individuos, independientemente de la etapa o siglo en el que se viva.
Quizás no haya naturaleza humana, como afirmaba Sartre, sino condición humana, pero para que esta condición humana
sea posible, se necesita de un mínimo de esencia, unos mínimos de
universalidad. Un mínimo exigible para poder entender, para ser realmente
libres, un ancla que no nos hunde sino que nos asienta. Pues con unos pilares
básicos podemos construirnos en y hacia la libertad. La existencia precede a la
esencia pero no la elimina.
La posmodernidad y el neoliberalismo
nos están desgastando, dejando paso a los populismos, a las pedagogías mercantilistas
y relativistas, donde los valores ilustrados quedan tachados de viejas glorias
del pasado, pues ya se venció a la razón. Dos Guerras Mundiales dieron al
traste con el compromiso de la Ilustración y la razón quedó en vergüenza,
relegada y obligada a no volver a abrir la boca.
Hoy tenemos a la emoción como
bandera, tanto en política, como en educación, por poner dos ejemplos. Y aunque
se apela a que emoción y razón son inseparables, indivisibles (Antonio Damasio ha escrito sobre esto),
la tendencia actual es menospreciar la segunda en pos de la primera. No sabemos
mantener el equilibrio, y hoy el subjetivismo emocional devora al objetivismo
racional. Quizás se piense que la balanza estaba desequilibrada a favor de la
razón y que al añadir más peso a la emoción, se produzca una especie de
equilibrio o de “Karma”, pero al hacer esto, lo único que se consigue es un
desajuste en la homeostasis que desequilibra el organismo (educación o la política)
con el despropósito de un posible colapso hacia la radicalidad entendida como extremismo (véase como lo extremo en política
ha ido creciendo, donde la emoción es el fuego y el fundamento que lo aviva).
Pero es tiempo de sobreponerse. La
necesidad de volver a lo sólido nos
impele a enfrentarnos contra los relativismos, los construccionismos y los
constructivismos. Es hora de apelar a un realismo, llamémoslo Ilustrado. Realismo ilustrado, donde la verdad
recobra su estatus. La realidad existe, cambiante pero lo suficientemente
estable como para no sucumbir al hambre enfermizo; una solidez revisable, como por ejemplo, los valores en los que se
asientan los Derechos Humanos. El conocimiento no solo es construido, sino que
permanece ahí fuera. Hay conocimiento y hay realidad, ambas sustentadas en las
ideas ilustradas de Igualdad, Libertad y Fraternidad, que junto a universales
como el Amor, son los escudos y las lanzas con las que enfrentarnos a la “liquidez”
y al “todo vale”. La episteme recobra su fuerza ante la mera doxa, ante el mero
eslogan del que defiende algo sin saber las consecuencias reales.
Los contenidos son tan importantes como los procesos. El que sabe,
tiene el valor y la responsabilidad de enseñar al que desea aprender; el que
aprende tiene que entender que hay conocimientos que merecen la pena conocer
independientemente de su utilidad marcada por el mercado. Conocer es aprender estos universales, que son
el antídoto contra el relativismo y el neoliberalismo. Memorizar es tan importante
como experimentar. Esforzarse es tan importante como aprender divirtiéndonos.
El aprendizaje por deducción es tan importante como por inducción. “Saber” es
tan importante como “saber hacer” y como “saber ser”. La directividad es tan
importante como la afectividad.
La pedagogía no puede olvidar
esto. No puede sucumbir a las modas posmodernas y neoliberales, sino la misma
pedagogía se convierte en una simple moda, vapuleada por los reveses de la innovación
constante, el emprendimiento y lo que dicte la actualidad. No puede olvidar los
pilares que ofrece la filosofía. Pilares sólidos, que ejercen de escudo “antimodas”. La pedagogía actual desea
introducir tanto a la escuela en el barrio, en la comunidad, que la inunda de
mercado, de relativismo. A veces es bueno aislar lo que merece la pena
conservar. Los grandes universales están por encima del barro de las aceras, no
dejemos que ese barro, esas modas, ese mercado, destroce lo que es digno de ser
conservado.
El neoliberalismo, el “turbocapitalismo”,
el constructivismo, el construccionismo social, tienen distintos modos de actuar,
incluso ideologías opuestas (unos defendidos por ideas de derechas y otros por
ideas de izquierdas) pero que consiguen al final promover los mismos resultados,
resultados dañinos para por ejemplo, la educación.
En definitiva, a la pedagogía se
le podría advertir con la frase popular: “ten
cuidado con lo que deseas que se puede cumplir”, pues no es lo mismo lo que
se dice que lo que realmente se está queriendo decir. Al defender ciertas ideas
o paradigmas que creemos que van a nuestro favor, o a favor de toda la humanidad,
posiblemente estemos cometiendo un “delito” contra nuestros propios
pensamientos radicales (de raíz, esenciales, profundos, sin connotación
violenta) e incluso haciéndole un flaco favor a esta humanidad a la que
pretendemos ayudar. Y cuando vean el barco naufragar, siempre se podrá apelar a
que nunca se pudo llevar a cabo tal idea defendida, por las inclemencias provocadas
de los que se oponían. Persistentemente podremos tirar de justificaciones ante
la evidencia del fracaso.
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