viernes, 2 de abril de 2021

Volver a lo sólido. Contra la posmodernidad y el neoliberalismo. Advertencias a la pedagogía.

Leer al sociólogo y filósofo Zygmunt Bauman, en obras como  “Amor líquido” o “Sobre la educación en un mundo líquido”, es, desde mi punto de vista,  vislumbrar una mirada taciturna, una añoranza de lo sólido. La contraposición entre líquido y sólido, es el antagonismo entre las instituciones asentadas y la fragilidad de la verdad. Entre la estabilidad y la inseguridad, entre las relaciones humanas y las conexiones humanas. Ante lo líquido, todo se desmenuza, se parcela, se descompone; la Episteme deja paso a la Doxa, el conocimiento se rinde a la mera opinión, a los eslóganes poco madurados pero fáciles de subsumir. Todos tenemos razón y nadie tiene razón, el “todo vale” se asienta como la única verdad incontestable.


Bauman achaca esta liquidez a los sistemas basados en el individualismo, en el miedo y en el frio pragmatismo, adjetivos que entroncan con el llamado neoliberalismo. Un sistema basado en el mercado, para el mercado y por el mercado, donde lo único que importa es crecer al menos un 3% más que en el balance anterior. Las personas consumen y son consumidas; la velocidad no deja tiempo a la madurez. Somos hambre, un hambre incansable que no degusta, sino que devora. Una sociedad de consumo, que como afirma Alba Rico en su libro “Capitalismo y nihilismo: dialéctica del hambre y la mirada”, es una sociedad de destrucción generalizada, donde no hay  diferencia entre lo admirable y lo banal, entre lo bello y lo feo, entre la verdad y la mentira. Desde este ángulo todo se convierte en una nada hambrienta que nos encamina a la destrucción.

La posmodernidad se alinea con el neoliberalismo. La posmodernidad le brinda la relativización de la verdad, el “todo vale”. La Razón deja paso a la emoción, a los populismos, la doxa; todo se deconstruye, deslizándonos, paradójicamente, hacia un determinismo social basado en el construccionismo social y en el paradigma constructivista. Desde esta mirada, ontológicamente, la realidad es construida, no hay nada ahí fuera, todo está dentro de nosotros, todo es subjetivo. Epistemológicamente, no hay conocimiento ahí fuera, está dentro de nosotros, nosotros lo construimos, bien sea individualmente (Constructivismo) o bien socialmente (Construccionismo social). No hay Universales donde agarrarnos, pues todo es líquido, esponjoso, moldeable. Todo es “psicologicismo”.

La posmodernidad se alinea con el neoliberalismo. No hay verdad, solo mercado. El nuevo ser humano se despersonaliza, pierde sus referentes, vaga sin gravedad en un espacio líquido, donde las cosas pierden el significado, pues son solo consumibles. Hablar hoy de Universales parece cosa del pasado, de personas encerradas en monasterios; escolásticos trasnochados. Pero sin Universales donde asentarnos, somos globos de helio que subimos hacia la nada, para más tarde caer desinflados hacia lo existente, un existente que ya no reconocemos.

Un Universal, es una idea general que no desaparece. Yo moriré pero esa idea general permanecerá anclada a nuestra humanidad, no de manera monolítica, sino revisable, modificable como se modifican las montañas con el paso del tiempo, pero manteniendo su esencia de “montañedad”.  Un Universal, es aquello que afecta a todos los individuos, independientemente de la etapa o siglo en el que se viva. Quizás no haya naturaleza humana, como afirmaba Sartre, sino condición humana, pero para que esta condición humana sea posible, se necesita de un mínimo de esencia, unos mínimos de universalidad. Un mínimo exigible para poder entender, para ser realmente libres, un ancla que no nos hunde sino que nos asienta. Pues con unos pilares básicos podemos construirnos en y hacia la libertad. La existencia precede a la esencia pero no la elimina.

La posmodernidad y el neoliberalismo nos están desgastando, dejando paso a los populismos, a las pedagogías mercantilistas y relativistas, donde los valores ilustrados quedan tachados de viejas glorias del pasado, pues ya se venció a la razón. Dos Guerras Mundiales dieron al traste con el compromiso de la Ilustración y la razón quedó en vergüenza, relegada y obligada a no volver a abrir la boca.

Hoy tenemos a la emoción como bandera, tanto en política, como en educación, por poner dos ejemplos. Y aunque se apela a que emoción y razón son inseparables, indivisibles (Antonio Damasio ha escrito sobre esto), la tendencia actual es menospreciar la segunda en pos de la primera. No sabemos mantener el equilibrio, y hoy el subjetivismo emocional devora al objetivismo racional. Quizás se piense que la balanza estaba desequilibrada a favor de la razón y que al añadir más peso a la emoción, se produzca una especie de equilibrio o de “Karma”, pero al hacer esto, lo único que se consigue es un desajuste en la homeostasis que desequilibra el organismo (educación o la política) con el despropósito de un posible colapso hacia la radicalidad entendida como  extremismo (véase como lo extremo en política ha ido creciendo, donde la emoción es el fuego y el fundamento que lo aviva).

Pero es tiempo de sobreponerse. La necesidad de volver a lo sólido  nos impele a enfrentarnos contra los relativismos, los construccionismos y los constructivismos. Es hora de apelar a un realismo, llamémoslo Ilustrado. Realismo ilustrado, donde la verdad recobra su estatus. La realidad existe, cambiante pero lo suficientemente estable como para no sucumbir al hambre enfermizo; una solidez revisable, como por ejemplo, los valores en los que se asientan los Derechos Humanos. El conocimiento no solo es construido, sino que permanece ahí fuera. Hay conocimiento y hay realidad, ambas sustentadas en las ideas ilustradas de Igualdad, Libertad y Fraternidad, que junto a universales como el Amor, son los escudos y las lanzas con las que enfrentarnos a la “liquidez” y al “todo vale”. La episteme recobra su fuerza ante la mera doxa, ante el mero eslogan del que defiende algo sin saber las consecuencias reales.

Los contenidos son tan importantes como los procesos. El que sabe, tiene el valor y la responsabilidad de enseñar al que desea aprender; el que aprende tiene que entender que hay conocimientos que merecen la pena conocer independientemente de su utilidad marcada por el mercado.  Conocer es aprender estos universales, que son el antídoto contra el relativismo y el neoliberalismo. Memorizar es tan importante como experimentar. Esforzarse es tan importante como aprender divirtiéndonos. El aprendizaje por deducción es tan importante como por inducción. “Saber” es tan importante como “saber hacer” y como “saber ser”. La directividad es tan importante como la afectividad.

La pedagogía no puede olvidar esto. No puede sucumbir a las modas posmodernas y neoliberales, sino la misma pedagogía se convierte en una simple moda, vapuleada por los reveses de la innovación constante, el emprendimiento y lo que dicte la actualidad. No puede olvidar los pilares que ofrece la filosofía. Pilares sólidos, que ejercen de escudo  “antimodas”. La pedagogía actual desea introducir tanto a la escuela en el barrio, en la comunidad, que la inunda de mercado, de relativismo. A veces es bueno aislar lo que merece la pena conservar. Los grandes universales están por encima del barro de las aceras, no dejemos que ese barro, esas modas, ese mercado, destroce lo que es digno de ser conservado.

El neoliberalismo, el “turbocapitalismo”, el constructivismo, el construccionismo social, tienen distintos modos de actuar, incluso ideologías opuestas (unos defendidos por ideas de derechas y otros por ideas de izquierdas) pero que consiguen al final promover los mismos resultados, resultados dañinos para por ejemplo, la educación.

En definitiva, a la pedagogía se le podría advertir con la frase popular: “ten cuidado con lo que deseas que se puede cumplir”, pues no es lo mismo lo que se dice que lo que realmente se está queriendo decir. Al defender ciertas ideas o paradigmas que creemos que van a nuestro favor, o a favor de toda la humanidad, posiblemente estemos cometiendo un “delito” contra nuestros propios pensamientos radicales (de raíz, esenciales, profundos, sin connotación violenta) e incluso haciéndole un flaco favor a esta humanidad a la que pretendemos ayudar. Y cuando vean el barco naufragar, siempre se podrá apelar a que nunca se pudo llevar a cabo tal idea defendida, por las inclemencias provocadas de los que se oponían. Persistentemente podremos tirar de justificaciones ante la evidencia del fracaso.

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